La constancia perceptiva es lo que hace posibles las invariancias en un mundo donde todo es cambiante y variable. Es lo que hace que el sistema perceptivo de las personas resista a las variaciones, a veces molestas, de la realidad física, como por ejemplo los cambios de luz o condiciones físicas de perspectiva (movilidad del globo ocular, giros de la cabeza, etc.). Es nuestro cerebro el que hace que reconozcamos algo como invariable, aunque dicha cosa se vea sometida a variaciones físicas y lumínicas. De este modo, aunque una persona se encuentre lejos no creeremos que es diminuto o, aunque no veamos nunca una mesa redonda desde un punto de vista cenital, consideraremos que es redonda y no que tiene forma de elipse. También consideraremos que un color es de cierta manera, aunque según la iluminación pueda presentar diferencias.
Sin embargo, esta capacidad no es innata, sino que se desarrolla meses después de nacer. Es decir, que al nacer somos capaces de detectar dichas diferencias y poco a poco aprendemos a ignorarlas para poder reconocer algo como invariable en condiciones cambiantes.
Es en dicho momento en el que nos volvemos incapaces de detectar diferencias que un bebé de hasta cuatro meses podría distinguir con facilidad. De esta manera, nuestro cerebro obvia diferencias y detecta otras de manera distinta a como lo hace un bebé. La intensidad de los píxeles de algunas imágenes, por ejemplo, es algo que un bebé podría diferencia fácilmente y, en cambio, para el resto de personas, resulta imposible de detectar. Por otro lado, veríamos más claramente diferencias como la opacidad o el brillo, que a un bebé les parecerían más insignificantes.
En un estudio publicado el mes de diciembre pasado en Current Biology, un equipo de psicólogos de la Universidad Chuo de Japón, encabezados por Jiale Yang, realizaron un estudio con 42 bebés de entre 3 y 8 meses para ver qué diferencias distinguían en parejas de imágenes que representaban objetos reales en 3D.
En investigaciones previas, ya se había detectado que los bebés fijaban su vista durante periodos de tiempo superiores en objetos que consideraban desiguales. De este modo, los especialistas pudieron saber, en base a qué imagen miraban los bebés de manera más prolongada, si creían que una imagen era similar o distinta a la anterior. Es decir, si el bebé pasaba más tiempo mirando la primera imagen que la segunda, se consideraba que la segunda le aburría, porque era igual que la primera, mientras que, si se paraba a mirar ambas imágenes durante igual periodo de tiempo, significaba que la segunda imagen le había sorprendido e interesado igual que la primera.
Los resultados demostraron que los bebés de 3-4 meses tenían una habilidad sorprendente de detectar diferencias debidas a la iluminación y a la percepción que no resultan evidentes para los adultos. Esta capacidad, no es hasta alrededor de los 5 meses cuando un bebé la pierde, y hacia los 7 u 8 meses desarrollan las capacidades de distinción de superficies (opacidad, brillo…). Esta distinción de propiedades de superficies no es el único ámbito perceptivo en el que los humanos dejamos atrás la realidad para dar por buena una ilusión. También perdemos la sensibilidad delante de diferencias objetivas y la sustituimos por la capacidad de detectar similitudes subjetivas, cosa que nos hace más partícipes de nuestro entorno, pero que nos aleja de la realidad estrictamente física.
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